Un artículo muy interesante que reflexiona sobre el cambio de paradigma que estamos viviendo en el empleo.
La sociedad del pleno empleo ya se ha convertido oficialmente en una utopía. Y la culpa es nuestra, por permitir que lo que prevalezca sea el beneficio empresarial al beneficio social.
La industrialización, y su mecanización asociada, así como la especialización en el trabajo nos quitan carga de trabajo, pero en lugar de repartir el restante trabajo existente entre todos para poder tener más tiempo libre (¿dónde estarán las 15h semanales de qué hablaba Keynes?), pretendemos que los "afortunados" con trabajo trabajen cuántas más horas mejor, para maximizar el beneficio del capital.
¿Cuándo dejamos de ser personas y pasamos a ser recursos humanos? Y, aún más importante, ¿cuándo dejaremos de ser números en la contabilidad de la empresa para volver a ser personas?
------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
Fuente: http://blogs.publico.es/dominiopublico/4934/una-reforma-laboral-totalmente-coherente/
Andrés Villena
Economista e investigador en Ciencias Sociales por la Universidad de Málaga
Que la nueva ley que regula las relaciones en el puesto de trabajo
tiene sentido en el mundo actual es algo que salta a la vista si se
analiza el contexto político, económico y social del momento en el que
ha sido puesta en marcha: vivimos en una época en la que el empleo ya no
es solo un objetivo inalcanzable para nuestras autoridades, sino que no
es ni siquiera deseable: aunque se diga lo contrario, las prioridades
económicas son bien distintas.
Estas últimas décadas han visto pasar muchos acontecimientos, pero
sobre todo han presenciado lo que el sociólogo francés Alain Touraine ha
denominado “el fin de la sociedad para sí misma”, la quiebra de un
modelo económico que, en definitiva, necesitaba del
ciudadano-empleado-consumidor para que el beneficio continuara
maximizándose a buen ritmo. Por ello, el paro -no la inflación- pasó a
ser el principal enemigo en Europa durante cerca de treinta años
(1945-1975), con España, Portugal y Grecia -los tres países que peor
están ahora en la zona euro, casualidades de la vida…- como sonadas
excepciones.
La sociedad para sí, fundada bajo el denominado consenso
keynesiano-fordista, tenía al trabajador como su centro: el ciudadano
-normalmente un varón abastecedor de la familia- necesitaba un buen
salario, no solo para seguir trabajando, sino también para mantener un
poder adquisitivo que permitiera que las distintas empresas que
satisfacían su deseo de compra continuaran vendiendo. El consumo aumentó
y a ello contribuyó el hecho de que tanto los servicios públicos como
la Seguridad Social ahorraran a las familias una serie de gastos que de
otro modo hubieran sido los más importantes. El empleo creaba más
empleo: más gente consumiendo y comprando suponía el nacimiento de
nuevos productos y más personas dedicadas a prestar servicios de ocio,
recreo, etc.
Las necesidades se multiplicaron milagrosamente, pero todo parecía
marchar viento en popa. Una nota cultural para describir el punto de
vista de aquella época: para el Estado, el delincuente no era
precisamente un malhechor: se trataba de una persona desintegrada de una
sociedad que debía rehabilitarle lo antes posible para que continuara
adquiriendo productos. El Frank Capra de “Qué bello es vivir” se alzaba
victorioso bastantes años después de su estreno.
Eran, como podemos ver, momentos de seguridad económica y
materialismo -el primer coche, la televisión, etc.-, que pocos años
después los hippies contraculturales comenzaron a despreciar, víctimas
de un optimismo antropológico que se quebró en el mayo de 1968: aquella
especie de salto en el tiempo -un paso infinito hacia una
sociedad de iguales, un cielo en la tierra…- no fue más que un simulacro
de la realidad, un espejismo, un ensayo de revolución para una clase
media que pronto comenzó a ver que el futuro se parecía cada vez más a
un pasado que no habían conocido siquiera. El esquema del pleno empleo
comenzó a resquebrajarse cuando el precio del petróleo, la inflación
generalizada y las oscilaciones monetarias amenazaron la supervivencia
del capitalismo. El socialismo pareció momentáneamente posible: caían
dictaduras fascistas, la URSS aparentaba cierta fuerza y no acusaba la
crisis, los laboristas y socialistas franceses anunciaban un enorme plan
de nacionalizaciones…
Sin embargo, en pocos años se produjo la revolución más silenciosa y
exitosa que podamos recordar: los principales bancos centrales de los
países avanzados multiplicaron los tipos de interés para combatir la
inflación. La crisis de crédito estalló -el préstamo se puso muy caro- y
comenzó a dejar en la calle a miles de personas. Los nuevos gobernantes
en Occidente apoyaron planes de austeridad que estancaron la demanda,
el consumo y el empleo; los sindicatos se quedaron desarmados; al mismo
tiempo, los chinos declaraban sus “zonas de libre comercio”, fábricas
sin derechos laborales a las que las multinacionales -apoyadas por los
Estados- acudieron voraces en busca de la parte de la tarta que les
había faltado durante décadas. Era la llegada de la era de la
información, de los servicios y del empleo flexible. Eufemismos para
evitar decir que ya no había vuelta atrás.
Los empleos se recuperaron, pero ya no volvieron a ser los mismos:
trabajo a tiempo parcial, contratos temporales, economía sumergida… El
sociólogo alemán Ulrich Beck -en un país obsesionado con mantener la
inflación baja- ya alertó de la “brasileñización de Occidente” en 1998,
cuando a nadie les sonaban los minijobs: Alemania había
decidido combatir el paro aumentando la precariedad y la pobreza,
cualquier cosa valía para no salir en la estadística. Solo quedaba una
pregunta: ¿quién consume ahora? La brecha entre la renta disponible y el
poder adquisitivo necesario para ser un triunfador se cubrió
mediante crédito. Igual que anteriormente el sistema necesitaba del
empleado-trabajador, ahora regaló al individuo una tarjeta VISA
reluciente. La burbuja comenzó a inflarse y pronto necesitó de cemento
para aparentar “el fin de los ciclos económicos”. Y preferimos no
enterarnos.
Una década perdida de construcción financiada con crédito alemán -el
mismo que pide ahora su parte de vuelta- nos ha dejado lejísimos de
poder competir en algo que no sea precios baratos. Con un 23% de paro
-más de un 30% en regiones-naciones como Andalucía, por ejemplo-, el
trabajador ya no ejerce un derecho: tiene un privilegio. Hablar de
mercado laboral ya de por sí es una aberración, pues supone aceptar el
paradigma social actual: que la oferta y la demanda determinan que el
precio del empleado es bajísimo, al existir millones que estarían
encantados de ser tiranizados por mucho menos dinero.
De ahí que se puedan encadenar contratos sin apenas cobrar y que
pasen años sin que el empleado bien formado adquiera derechos. Los
sindicatos, en su peor crisis, parecen reaccionarios al reivindicar algo
que hemos aprendido a deplorar: más que trabajo fijo, estamos locos por
tener una fuente de ingresos, aunque sea en negro. Y con esto los empresarios, subvencionados y mimados como los portadores de la marca España,
harán maravillas durante los próximos años. “Ahora sí que sí”, reza un
folleto de un curso para que estos propietarios y ejecutivos aprovechen
los progresos de la última gran reforma.
¿Cuándo frenarán? ¿Nos daremos cuenta de que una enferma de anorexia
no consigue la belleza por ese camino? Lejos de Islandia, nos acercamos a
la bulímica Grecia, que demuestra que los parches neoliberales solo
están sirviendo para ganar tiempo: quien tiene que cobrar ha de hacerlo
lo antes posible para pagar a unos terceros, que a su vez se apalancaron
con unas hipotecas concedidas al primero que pasaba. La economía del
endeudamiento, de la usura, es el modelo más insostenible de sociedad.
Solo el miedo a la destrucción mutua asegurada -que nos declaremos todos
en quiebra o, mejor, que nos descontemos las deudas- mantiene este
sistema en un duerme-vela, en el que los medios de comunicación mienten
diariamente, sabedores de tener una pistola detrás de la cabeza. Dan
ganas de apagar la luz, la tele, lo que sea… y pasar a otra cosa. Al
menos tendrían que enterarse de que por fin les hemos pillado la broma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Escribe aquí tu comentario